2

La poesía de Aleyda Quevedo por Juan Secaira



Limitar la poesía resulta un esfuerzo vano, y hueco; una presunción que empequeñece la amplitud de un poema, de un verso. Cada palabra tiene un sentido particular, y cuando es poesía aún más, busca huir de las etiquetas, teóricas, retóricas o de simple moda, para afincarse en un lugar inasible y extenso, en un espacio sin nombre.
Es lo que ocurre con la poesía de Aleyda Quevedo, desde muy joven ya poeta, desde temprano ya apropiada de un lenguaje y de una actitud poética. Entonces, la poeta se separa del estereotipo y consigue darle un giro a su labor, no se resigna y se abre a nuevos territorios, a nuevas sensaciones, a nuevos mitos y a replantear la historia, sumida en el detalle, en lo mínimo como la respuesta a la existencia, a la envolvente e irrecuperable existencia.
En El cielo de mi cuerpo, aun a riesgo de sintetizar en demasía, el yo poético se estructura desde un lenguaje que le sirve para plantarse firmemente en el universo poético, prescindiendo de cualquier requiebre que solo pretenda ser una muestra de erudición o la revelación —hasta lastimosa— de la privacidad.
La poética de Aleyda Quevedo supera la condicionante de la etiqueta que marcaría: poesía erótica. Y no porque no lo sea, más bien porque su erotismo goza de apertura y luminosidad; trascendiendo el simple confrontar amatorio resuelto en el lecho, o la intrepidez de un acto sexual propugnado como liberador.
¿Por qué supera estas condicionantes la poesía de este libro?
A mi juicio, por la combinación del erotismo con la noción sagrada, que se parecen en la ritualidad y en que el hecho en sí es inferior a lo que connota.
Aleyda Quevedo en una entrevista de prensa, dice:
“Al hablar del amor erótico sagrado estamos entrando en una dimensión donde está la profundidad de la fe que uno tiene en la pasión y en el amor. Yo trato de poner una comunicación con este dios que puede ser Alá, Buda, Jehová... pero que es un ser supremo con el que puedes preguntarte quién soy, qué hago en este mundo, por qué sufro por amor, por la pérdida de la inocencia, por la pérdida de un ser querido”.
El ser supremo nada intocable; el ser supremo devenido en compañía y desafío, en receptor de dudas y preguntas, en dador y presencia. He ahí una notoria diferencia con alguna de la poesía contemporánea, incrédula ya de cualquier deidad y, curiosamente, transformando su discurso —sea cual fuere— en un acto divino e intocable.
La diferencia que he anotado poco significaría si no fuera acompañada por un compromiso con el lenguaje y con el quehacer poético, por parte de Aleyda Quevedo, quien asegura en su página web:
“Soledad, libertad y precisión, tres cosas muy importantes a la hora de crear poesía. Tres elementos, casi religiosos, muy conectados con la intimidad y el universo más guardado del ser”.
Esos elementos son recurrentes en la poética de este libro; de ahí que diga que esta obra huye de las etiquetas, y se apropia de una sola, de la más grande: poesía. Sin más. Mucho menos al pretender ubicar esta poesía en categorías extraliterarias: poesía femenina, por ejemplo; en ese ímpetu tan pernicioso de cierta crítica de colocar y ordenar en lugar de leer, en lugar de sumergirse en la lectura, en la poesía.
Así, el acercamiento a una obra supone develar ciertas claves de la poética particular, sin desarmar ni desvincular lo dicho y evocado en un poema. Un verso siempre dirá más que un sesudo ensayo.
Y nada anda mal en esta antología poética, muy bien escogida, muy bien trabajada, pulida con delicadeza y sobriedad, sin aspavientos, logrando la confluencia de varios tópicos elaborados con una misma voz.
En esa voz que recorre El cielo de mi cuerpo, a veces anhelante de un amor, a veces francamente erótica o transgresora; a veces tenue, a veces en llamas o deseante o castigadora. Una voz de tonalidades múltiples, una voz derramada en cada verso con precisión y justeza. Unos versos de los que me valgo para hilvanar este escrito, en la convicción de que tienen vida propia y que dan cuenta de la visión del mundo de su autora, dueña ya de una voz propia.
Esa voz, caro anhelo de los poetas desde la Antigüedad, es lo que ha logrado Aleyda Quevedo; desde esa voz su creación se convierte en una sola, primigenia; en una suerte de encantamiento donde los signos, las referencias, la intertextualidad tienen un propósito artístico y un anhelo: llegar al lector. Una suerte de comunión, una empatía sorpresiva, no desde un hermetismo que poco dice ni de una simpleza que cae en el mismo error, más bien desde una presencia compleja y múltiple.
¿Pero qué sería una voz si no atravesara lo evidente, si no desafiara su realidad, si no se pusiera retos literarios, si no fuese más allá de lo convenido y aceptado y buceara y horadara en lo innombrable para convertirlos en una explosión de sensaciones, de lenguaje, de arte, en unos versos eternos, en una propuesta que sobrepasara los estilos y las modas?
Y eso hace Quevedo, dejarse llevar, lanzarse al vacío con la palabra pero con una base teórica y literaria: con la influencia viva de sus lecturas, de la poesía que la acompaña siempre; ella vive con ella, se deleita en ella; se transfigura y acumula en ella. Y es capaz de una particular mixtura: el continuar con una tradición latinoamericana de poesía, y el configurar una voz auténtica.
Desborde y contención; razón y accidente; sombras y amor; cuerpo y espíritu, montaña y mar, no como entes separados; mejor intensificados en cada verso, en cada verso vivo, reluciente, fuerte en su enunciación, en su vitalidad de saberse superior a un frío manojo de palabras; versos desarraigados de un yo poético universal y tan particular; que vive entre montañas y volcanes y adora el mar, añora el mar como el confín de lo imposible; renegando de lo que más ama, volviendo a construirlo en cada poema, en la resemantización de la historia, en sus pliegues inconformes y no dichos.
La historia desde una visión particular, desde el engranaje imperceptible del sentimiento amoroso, del detalle que cambia el suceso pese a su fragilidad aparente. Así, en los poemas de Dos encendidos, se recrea y se ficciona la relación de pareja desde el centro mismo de la génesis política latinoamericana. Simón y Manuela; Manuela y Simón, su amor llenándolos en una suerte de despertar que sobrepasa la historicidad y se posa en los cuerpos y las almas de aquel par de personajes imprescindibles en la historia mundial.
El estallido de razón y sentimiento en un amor alabado y prohibido —condiciones de su intensidad—, con una magia que vence la figura apologética o peyorativa de Simón y Manuela. Por eso es frecuente la metaforización de la palabra diamante en este texto, qué más silencioso y bello que un diamante, qué más claro y transparente; qué más peligroso en su filo incierto.
Aleyda Quevedo es la poeta que con más lucidez ha escarbado en la concepción del yo y del otro; no desde el fondo filosofal y doble del maestro Borges, por ejemplo; ni desde la dualidad como una rivalidad de extracciones impetuosas o de concepciones teorizantes. El otro y el mismo, en Quevedo, se concentran en la duplicidad como un arte de sobrevivencia y fijación en el mundo. Duplicidad no remarcable ni segura; dúo que rompe las certezas en un infinito movimiento por los mares del azar.
En ese marco, cuando habla Manuela, habla el yo poético —pues en el ámbito del lenguaje la dualidad también crece y se subvierte—, habla el amor en su expresión más genuina.
Corazón que se soltó
como lluvia blanca
sobre la batalla incontenible de su pecho.
La batalla íntima tan propia también en los héroes; la heroicidad convertida en el impulso amoroso, existiendo en él, de él nutriendo su deseo y sus angustias.
Manuela y Simón, cobijo y expansión incluso después de la muerte; en una inmortalidad que se queda en la palabra, en el verso que les da forma con absoluta libertad. La libertad bañada del heroísmo de aquellas épocas, tan contundentes como leves. Precisamente tal como la poesía que les da nombre, esa de Dos encendidos, hermoso nombre también por la posibilidad de apagarse, de caer en la imperfección y el desencanto y el renacer en la gloria absolutoria de la intimidad.
De Manuela y Simón llegamos a los poemas del libro Soy mi cuerpo, una profundización acerca de la corporeidad, no como una cosa inerte, sino como el desafío ante la naturaleza y la enfermedad. La memoria en el cuerpo, pero una memoria alejada de la conciencia personal, una memoria arbitraria, que se apodera de sus partes pero no de su voluntad. Una memoria que se parece a la poesía.
La plegaria no lleva en sí la conciencia de culpa; en cierta manera, la enfermedad elige a sus víctimas, y la primera muestra de sabiduría es reconocer eso y seguir viviendo. Para el yo poético, Dios es quien gobierna su destino, a él le pide, a él se sujeta.
¡Señor!
te ofrezco estas pupilas
quiero ver mi destino.
Y su envés, el diablo o Satán, es una sombra aliada a la muerte. La protagonista llega a crucificarse en un instante de emotividad, que conlleva un dolor y un dejarse llevar supremos. En ese momento se produce una unión mística entre el cuerpo y el espíritu.
Luz blanca
dolor
que explotó en mí
nunca se es la misma
después de estar en la cruz.
Como ya he dicho, el yo poético renace pero no en soledad. Recae y vuelve a surgir, en un interminable vaivén de estados de ánimo; busca una salida a la línea monótona y plana de lo convencional. Por eso la hermosa referencia al fotógrafo ciego Evgen Bavcar, en el poema “Huellas de luz”. Además de la presencia de la cantante de jazz Sara Vaughan, en un poema, “Jazz”, en el que los cuerpos suspiran ante lo imposible. Y el gran poeta Robert Creeley, en “Ventana”, está ahí para enfatizar que el cuerpo es mucho más que piel y huesos, puede ser lo que la mente disponga, lo que ella desee.
En ese marco, el yo poético nunca pierde de vista al otro, a lo que lo rodea; es consciente de su realidad y se aprehende a ella con todas sus fuerzas, y duda y regresa y se convence. Y así se acerca a la muerte, la acaricia o la reta, pero finalmente la reconoce, se reconoce para volver a mutar.
Ante el sufrimiento se contrapone la importancia de la convivencia, del amor, con esperanza, con el enfrentamiento contra la realidad cruda. Por eso se dice:
Felicidad alcanzada por instantes
Con forma de un hombre de manos tibias
que retiene tus senos como pájaros blancos.
Junto a la felicidad, siempre fugaz, se encuentra la incertidumbre, la duda, el no saber qué va a ocurrir, el estar siempre atento, el reconocerse en esa inmensidad y saberse propia y distinta.
Aleyda Quevedo plasma la radiografía poética de un cuerpo, de uno con nombre propio. En ese sentido, sus versos marcan una gran dureza y una transparencia solo posibles desde la transición de la experiencia al papel.
Desde la cadencia que significa la construcción de esta antología, la elección de los poemas y el orden en que se presentan en este libro, llegamos a los versos contenidos en Espacio vacío, en donde el yo poético se percata de la aventura de vivir, pero desprendiéndose del existencialismo o del discurso quejumbroso.
El yo poético de este libro es audaz, valiente, lúcido y desafiante; se mueve en la realidad —que comprende también la ensoñación, la fe y el encantamiento—pero, además, se crea desde la diáspora, desde la penumbra, desde el inconmensurable espacio sin nombre, inestable, catastrófico y a la vez tan hermoso.
La intuición y la catástrofe
como cosas transitorias
también se van de mí.
Lo transitorio nos abandona a cada paso, febrilmente, pero la poesía queda, se agolpa silenciosa en confines desconocidos y permanece allí: viva.
En Espacio vacío ya se evidencia la hilación idiomática y versal que hay que tener para escribir poemas de poca extensión. No es fácil, pues cada palabra se relaciona directamente con las otras y el sentido, cual relámpago, recorre en unísono enclave la página.
La misma voz, la de la poeta, va entretejiendo su identidad, con versos extensos o no, va dejándose en el papel, con una premura y una calma que recuerda a sus antecesores más relevantes, a poetas devenidos nada más y nada menos que en poetas, en esa labor del lenguaje y la vida; en ese espacio vacío, en ese cuerpo en donde solo se puede resurgir o escapar mediante la palabra.
Un espacio vacío en el que el amor se expande hasta encontrarse en la naturaleza, vasta y amplia, del ser deseado. Naturaleza como un cielo y como un detalle; de ahí que el yo poético retuerza su realidad, la descoloque. Por eso, la poesía de Aleyda Quevedo logra singularizarse y apropiarse de un espacio propio entre el gozo y la angustia, entre la conciencia y el azar; en aquel lugar donde la maldad —ese ejercicio lúdico del envés y la desproporción— también es deseable y hasta necesaria.
De regreso a la costumbre
voy hilvanando el vacío.
Sí, de regreso, desde la vuelta de un trayecto solo posible gracias a una sensibilidad que permite traspasar la cotidianidad e hilvanar ese lugar tan cálido e intrínseco. Y hacerlo desde la mimetización de la razón y el sentimiento, desde la perspectiva de un lenguaje claro, fuerte y sin trampas. Digo sin trampas porque lo políticamente correcto se ha atrevido a caricaturizar la realidad limitándola al uso —cliché— de términos representativos de las minorías, como si al hacerlo evidenciáramos una identidad, que se forja, precisamente, en cada individuo. Así, Aleyda Quevedo se vislumbra con un aporte de artista en todo el término de la palabra, con un respeto y una rebeldía que marcan el cuerpo de sus poemas con tinta propia y real, eternizando la poesía como ese resguardo ante la violencia cotidiana.
A lo largo de El cielo de mi cuerpo, su autora da nombre y crea significados particulares para varias palabras: diamante, montaña, mar, arena, tigre, entre otras, otorgándoles sentimientos, ubicándolas en un filón de espacio y tiempo para que el lector las descubra. Dichas palabras-símbolo encarnan la compleja maraña de conciencias del otro y el mismo, de la dualidad como respuesta y pregunta, del sentirse extraña y cercana. Sola, pero no con esa soledad abigarrada y estéril, no desde el desencanto o el malditismo artificial; más bien desde la penumbra, en la cual la luz y la oscuridad se alían en una danza oblicua y eterna.
Aleyda Quevedo se prolonga en su voz poética hasta insondables universos. Lejos, muy lejos, de la eventualidad de una coyuntura tan ficticia como su aparataje teórico. Entonces, estos versos lo dicen todo, dicen de su voluntad de distanciarse en esa mirada sostenida y cautiva de sus versos.
La infidelidad devastadora
que como un anuncio paraliza el corazón
es la del espíritu.
Que Aleyda Quevedo ha bebido de las fuentes de la mejor poesía ecuatoriana y mundial, lo sabemos quienes la conocemos. Por ello, es aún más meritoria su posición ante el mundo, al que se enfrenta con sus mejores armas. Y desde un punto de unión con la materia y con el espíritu; este último, al fin y al cabo, pertenece al cuerpo o lo consume. Porque se aleja de la poesía de la anécdota y también de la erudita, porque cree fehacientemente en el espíritu, en un Dios, en la posibilidad de una fe pero renuente de las consideraciones dogmáticas o prejuiciosas. En una fe extendida y vívida, capaz de crecer en terrenos lujuriosos, amorosos, corporales, tristes, dichosos, emblemáticos o pasionales.

Señor, no me abandones en arenas
de almas en movimiento
soy tuya
camino descalza y pulcra en mitad del desierto
preparada para el goce o la muerte.
En Espacio vacío hay también leves reminiscencias a la niñez, como el espacio faltante y de añoranza, más que con lamentación con inmensas ganas de quedarse con el recuerdo entre las manos para volver a él cuando el corazón lo permita. Y junto a ese anhelo, la evidencia de que es necesario escapar de las leyes, reducirlas y entender que ellas no son todo; que se vinculan a la opresión en el imaginario del escape y la huida.
Versos de extrema concentración, de absoluta intensidad, realzando una visión de la realidad, es decir de la cultura, mucho más abierta y plural. En esa tremenda constatación desembocan los poemas de esta antología, en la evidencia de un mundo, en la certeza de que la poesía es la única verdadera y posible de convertirse en hombre y mujer al mismo tiempo, en un instante lírico armónico y en llamas.
Un lirismo tan profundo que logra colores y sugerencias entre lo corpóreo, las cosas y una realidad por romperse. Entonces el corazón, el humo y la belleza se unen irremediablemente, en una conjunción evocativa y tangible.
Por ello, Espacio vacío, en la lógica diversa de lo plural, incierto e inadvertido, está repleto de sentidos personales transmutados en el tapiz de lo deseado.
Eso sí, entre la fatalidad lo que pervive es el amor, como sentimiento grande. Un amor bravío, rebelde y dispuesto.
Después de los poemas de Espacio vacío, se colocan varios poemas de los libros Cambio en los climas del corazón, La actitud del fuego, Algunas rosas verdes y La otra, la misma de Dios, selección que demuestra que Aleyda Quevedo desde siempre ha elaborado una gran obra; es decir, se trata de una voz con un corpus amplísimo, pero con huellas distintivas: el cuerpo, el amor y sus cimas y naufragios, sus temores y victorias, la supremacía de la palabra por sobre la constante cotidiana.
Los iniciales son poemas breves pero expansivos y sensoriales; la sensación prima recubriendo el ambiente desde una adherencia de exposición y transformación del cuerpo. El cuerpo como creador de vida y poesía, pero asimismo como objeto en el cual se plasman los versos en un ente transgresor y en relación con otros cuerpos.
Un cuerpo que se nutre de sus antepasados, del miedo y de las ilusiones, de la capacidad de ser otro y el mismo en una sucesión compleja. Ese peso se resuelve en esta antología de manera notable y única; no es un peso político ni inmovilizador; solo es la prueba de su radicalidad, el plasmarlo en los versos con la legítima intención de abolirlo permanentemente, a sabiendas de que es un trayecto imposible, o por lo menos arduo.
Las referencias a músicos y escritores dan cuenta de una posición estética, de un escoger y preferir esas existencias geniales y tormentosas. El poema “Bella como Dios” es una muestra, la hermosa Marilyn Monroe de cuerpo entero; la bella y su posición drástica, dramática y, paradójicamente, ingenua y tenue. Sirve este poema para sintetizar una mirada, su constante ir y venir de la cultura, y la tensión del poema, su amalgama contenida y en su contención explotando en un nuevo entendimiento asociativo.
Telúrica y salvaje es la contingencia resaltada en una suerte de revelación, precisamente uno de los ejes de este poemario: revelar para bifurcar lo dicho y también una parte de lo no dicho. Entonces aparece Modigliani, su encanto, la capacidad tan suya de desnudar las almas; entre el exceso y el detalle, en ese espacio invisible y relativo crece el poema, desamparado y tan firme a la vez.
¿Cómo escribir poesía sin caer en el lugar común?, ¿cómo hacerlo con templanza y libertad?, ¿y desde ese lugar indefinido que solo alberga al creador? En el poema titulado “Poesía”, la poeta nos da su respuesta.
El secreto y la pérdida, la poesía revelada y oculta en su lenguaje. Estos elementos le otorgan a la poesía de Aleyda Quevedo una tradición y a la misma vez una diferencia marcada. Esta antología, desprovista de ese chismerío tan fatuo de la extrapolación de ciertos eventos de la vida del poeta —los más truculentos— en una suerte de diario para asombrar a los incautos; esta antología —ajena al facilismo o a lo rimbombante como pretextos—; esta antología pervivirá por la delicadeza y ferocidad —otro acierto— de sus poemas: secretos, perdidos en su lucha, en el alma de quien escribe.
La pasión como nervio motriz, como eje y emblema, y siempre la mixtura entre dos, en teoría, opuestos. Dos que deberían repelerse, que en cierta manera lo hacen, y dejan en sus márgenes el alimento para la poesía. En la lluvia los cuerpos se encienden, por ejemplo; y todo está supeditado, además, por el trajín en pareja; por dos que se enfrentan a otros pares muchas veces desde el delirio, desde la ausencia, desde el anhelo y la aprehensión.
Como dice la poeta Nara Mansur: “ese ser de muchas cabezas que puede ser uno mismo”. Y de muchas sensibilidades, de caminos abiertos, de “dones y puñales”, como dice un poema de este libro.
Desde el lenguaje, desde la construcción versal, predomina una combinación de imágenes para mostrar la diversidad en lo íntimo; la mirada posada en lo bello, que a la vez tiene rasgos de su contrario, que hay que evidenciar aun con el peligro de perder.
Desde esa perspectiva, y pese a que el amor es uno de los pilares de esta obra, no existe en ella el idealismo ni la ingenuidad, tampoco el romanticismo pasivo; el amor cubriéndolo todo, pero mimetizado con la realidad, en ella envuelta, sugerida y delirante.
Contradiciendo planteamientos a priori y hasta filosóficos en relación a que el ser humano transcurre su vida buscando a su otra mitad; en estos poemas se abarca el universo completamente, sin renunciamientos ni desobligos, venciendo al tiempo y al espacio, venciéndose en la palabra, liberándose desde las entrañas, que también son pensamiento; desde la locura, que también es razón; desde la fuerza de lo frágil.
Soy otra
y todas las que amaste,
contenida en esta mujer.
Una en todas, todas en una, donde se desprende el significado de la palabra; así, hay una soledad querida y otra impuesta; un trayecto anhelado y otro involuntario y sorpresivo —la enfermedad, por ejemplo— y un aspecto religioso —no dogmático ni cerrado— y vinculado a la fe como un ritual imprescindible para vivir.
El cielo de mi cuerpo culmina con un cúmulo de poemas de largo aliento, de preferencia erótica, y en los cuales el anhelo y la falta se hacen mucho más evidentes. El yo poético atraviesa por una etapa de incertidumbre condensada en un lamento del que ni la fe parece salvarlo. Eso sí, la combinación de elementos opuestos, y el brindarles fluidez —ahora emblemática de la desesperanza— continúan. Así:
Tengo una rosa y mucha sal.
O:
Presa en sus castigos
perdí toda la belleza
y lo simple se volvió caos y espinas.
La relación con Dios se convierte en un suplicio, en el pedido por un porvenir con el fin de que regrese el ser amado, en poseer el corazón tan deseado, en llenar el vacío tan angustiante y opresivo. Tanta es la angustia que pide a Dios que la libere de ella misma, ya subvertido el anhelo. Estos poemas son profundos, horadan en la herida más grande: la que no se ve pero acompaña.
Pero al final ocurre la redención, el regreso que no es rendición sino una especie de bendición trastocada por el barullo y la trifulca de los sentidos y de lo que sentimos, en esa verbena diaria del acontecer en un mundo que no se comprende sin una palabra, no para aliviarse; para renacer a sabiendas de que más allá siempre — entre “suciedades y rezos”— está la poesía.
La poesía.

2 comentarios:

Unknown dijo...

que opinas sobre el poema condena, dame tu reseña

Unknown dijo...

que opinas sobre el poema condena, dame tu reseña porfavor.

Publicar un comentario