Limitar la poesía resulta un esfuerzo vano, y hueco;
una presunción que empequeñece la amplitud de un poema, de un verso. Cada
palabra tiene un sentido particular, y cuando es poesía aún más, busca huir de
las etiquetas, teóricas, retóricas o de simple moda, para afincarse en un lugar
inasible y extenso, en un espacio sin nombre.
Es lo que ocurre con la poesía de Aleyda Quevedo,
desde muy joven ya poeta, desde temprano ya apropiada de un lenguaje y de una
actitud poética. Entonces, la poeta se separa del estereotipo y consigue darle
un giro a su labor, no se resigna y se abre a nuevos territorios, a nuevas
sensaciones, a nuevos mitos y a replantear la historia, sumida en el detalle,
en lo mínimo como la respuesta a la existencia, a la envolvente e irrecuperable
existencia.
En El cielo de mi cuerpo, aun a riesgo de sintetizar
en demasía, el yo poético se estructura desde un lenguaje que le sirve para
plantarse firmemente en el universo poético, prescindiendo de cualquier
requiebre que solo pretenda ser una muestra de erudición o la revelación —hasta
lastimosa— de la privacidad.
La poética de Aleyda Quevedo supera la condicionante
de la etiqueta que marcaría: poesía erótica. Y no porque no lo sea, más bien
porque su erotismo goza de apertura y luminosidad; trascendiendo el simple
confrontar amatorio resuelto en el lecho, o la intrepidez de un acto sexual
propugnado como liberador.
¿Por qué supera estas condicionantes la poesía de este
libro?
A mi juicio, por la combinación del erotismo con la
noción sagrada, que se parecen en la ritualidad y en que el hecho en sí es
inferior a lo que connota.
Aleyda Quevedo en una entrevista de prensa, dice:
“Al hablar del amor erótico sagrado estamos entrando
en una dimensión donde está la profundidad de la fe que uno tiene en la pasión
y en el amor. Yo trato de poner una comunicación con este dios que puede ser
Alá, Buda, Jehová... pero que es un ser supremo con el que puedes preguntarte
quién soy, qué hago en este mundo, por qué sufro por amor, por la pérdida de la
inocencia, por la pérdida de un ser querido”.
El ser supremo nada intocable; el ser supremo devenido
en compañía y desafío, en receptor de dudas y preguntas, en dador y presencia.
He ahí una notoria diferencia con alguna de la poesía contemporánea, incrédula
ya de cualquier deidad y, curiosamente, transformando su discurso —sea cual
fuere— en un acto divino e intocable.
La diferencia que he anotado poco significaría si no
fuera acompañada por un compromiso con el lenguaje y con el quehacer poético,
por parte de Aleyda Quevedo, quien asegura en su página web:
“Soledad, libertad y precisión, tres cosas muy
importantes a la hora de crear poesía. Tres elementos, casi religiosos, muy
conectados con la intimidad y el universo más guardado del ser”.
Esos elementos son recurrentes en la poética de este
libro; de ahí que diga que esta obra huye de las etiquetas, y se apropia de una
sola, de la más grande: poesía. Sin más. Mucho menos al pretender ubicar esta
poesía en categorías extraliterarias: poesía femenina, por ejemplo; en ese
ímpetu tan pernicioso de cierta crítica de colocar y ordenar en lugar de leer,
en lugar de sumergirse en la lectura, en la poesía.
Así, el acercamiento a una obra supone develar ciertas
claves de la poética particular, sin desarmar ni desvincular lo dicho y evocado
en un poema. Un verso siempre dirá más que un sesudo ensayo.
Y nada anda mal en esta antología poética, muy bien
escogida, muy bien trabajada, pulida con delicadeza y sobriedad, sin aspavientos,
logrando la confluencia de varios tópicos elaborados con una misma voz.
En esa voz que recorre El cielo de mi cuerpo, a veces
anhelante de un amor, a veces francamente erótica o transgresora; a veces
tenue, a veces en llamas o deseante o castigadora. Una voz de tonalidades
múltiples, una voz derramada en cada verso con precisión y justeza. Unos versos
de los que me valgo para hilvanar este escrito, en la convicción de que tienen
vida propia y que dan cuenta de la visión del mundo de su autora, dueña ya de
una voz propia.
Esa voz, caro anhelo de los poetas desde la
Antigüedad, es lo que ha logrado Aleyda Quevedo; desde esa voz su creación se
convierte en una sola, primigenia; en una suerte de encantamiento donde los
signos, las referencias, la intertextualidad tienen un propósito artístico y un
anhelo: llegar al lector. Una suerte de comunión, una empatía sorpresiva, no
desde un hermetismo que poco dice ni de una simpleza que cae en el mismo error,
más bien desde una presencia compleja y múltiple.
¿Pero qué sería una voz si no atravesara lo evidente,
si no desafiara su realidad, si no se pusiera retos literarios, si no fuese más
allá de lo convenido y aceptado y buceara y horadara en lo innombrable para
convertirlos en una explosión de sensaciones, de lenguaje, de arte, en unos
versos eternos, en una propuesta que sobrepasara los estilos y las modas?
Y eso hace Quevedo, dejarse llevar, lanzarse al vacío
con la palabra pero con una base teórica y literaria: con la influencia viva de
sus lecturas, de la poesía que la acompaña siempre; ella vive con ella, se
deleita en ella; se transfigura y acumula en ella. Y es capaz de una particular
mixtura: el continuar con una tradición latinoamericana de poesía, y el
configurar una voz auténtica.
Desborde y contención; razón y accidente; sombras y
amor; cuerpo y espíritu, montaña y mar, no como entes separados; mejor
intensificados en cada verso, en cada verso vivo, reluciente, fuerte en su
enunciación, en su vitalidad de saberse superior a un frío manojo de palabras;
versos desarraigados de un yo poético universal y tan particular; que vive
entre montañas y volcanes y adora el mar, añora el mar como el confín de lo
imposible; renegando de lo que más ama, volviendo a construirlo en cada poema,
en la resemantización de la historia, en sus pliegues inconformes y no dichos.
La historia desde una visión particular, desde el
engranaje imperceptible del sentimiento amoroso, del detalle que cambia el
suceso pese a su fragilidad aparente. Así, en los poemas de Dos encendidos, se recrea
y se ficciona la relación de pareja desde el centro mismo de la génesis
política latinoamericana. Simón y Manuela; Manuela y Simón, su amor llenándolos
en una suerte de despertar que sobrepasa la historicidad y se posa en los
cuerpos y las almas de aquel par de personajes imprescindibles en la historia
mundial.
El estallido de razón y sentimiento en un amor alabado
y prohibido —condiciones de su intensidad—, con una magia que vence la figura
apologética o peyorativa de Simón y Manuela. Por eso es frecuente la
metaforización de la palabra diamante en este texto, qué más silencioso y bello
que un diamante, qué más claro y transparente; qué más peligroso en su filo
incierto.
Aleyda Quevedo es la poeta que con más lucidez ha
escarbado en la concepción del yo y del otro; no desde el fondo filosofal y
doble del maestro Borges, por ejemplo; ni desde la dualidad como una rivalidad
de extracciones impetuosas o de concepciones teorizantes. El otro y el mismo,
en Quevedo, se concentran en la duplicidad como un arte de sobrevivencia y
fijación en el mundo. Duplicidad no remarcable ni segura; dúo que rompe las
certezas en un infinito movimiento por los mares del azar.
En ese marco, cuando habla Manuela, habla el yo
poético —pues en el ámbito del lenguaje la dualidad también crece y se
subvierte—, habla el amor en su expresión más genuina.
Corazón que se soltó
como lluvia blanca
sobre la batalla incontenible de su pecho.
La batalla íntima tan propia también en los héroes; la
heroicidad convertida en el impulso amoroso, existiendo en él, de él nutriendo
su deseo y sus angustias.
Manuela y Simón, cobijo y expansión incluso después de
la muerte; en una inmortalidad que se queda en la palabra, en el verso que les
da forma con absoluta libertad. La libertad bañada del heroísmo de aquellas
épocas, tan contundentes como leves. Precisamente tal como la poesía que les da
nombre, esa de Dos encendidos, hermoso nombre también por la posibilidad de
apagarse, de caer en la imperfección y el desencanto y el renacer en la gloria
absolutoria de la intimidad.
De Manuela y Simón llegamos a los poemas del libro Soy
mi cuerpo, una profundización acerca de la corporeidad, no como una cosa
inerte, sino como el desafío ante la naturaleza y la enfermedad. La memoria en
el cuerpo, pero una memoria alejada de la conciencia personal, una memoria
arbitraria, que se apodera de sus partes pero no de su voluntad. Una memoria
que se parece a la poesía.
La plegaria no lleva en sí la conciencia de culpa; en
cierta manera, la enfermedad elige a sus víctimas, y la primera muestra de
sabiduría es reconocer eso y seguir viviendo. Para el yo poético, Dios es quien
gobierna su destino, a él le pide, a él se sujeta.
¡Señor!
te ofrezco estas pupilas
quiero ver mi destino.
Y su envés, el diablo o Satán, es una sombra aliada a
la muerte. La protagonista llega a crucificarse en un instante de emotividad,
que conlleva un dolor y un dejarse llevar supremos. En ese momento se produce
una unión mística entre el cuerpo y el espíritu.
Luz blanca
dolor
que explotó en mí
nunca se es la misma
después de estar en la cruz.
Como ya he dicho, el yo poético renace pero no en
soledad. Recae y vuelve a surgir, en un interminable vaivén de estados de
ánimo; busca una salida a la línea monótona y plana de lo convencional. Por eso
la hermosa referencia al fotógrafo ciego Evgen Bavcar, en el poema “Huellas
de luz”. Además de la presencia de la cantante de jazz Sara Vaughan, en un
poema, “Jazz”, en el que los cuerpos suspiran ante lo imposible. Y el gran
poeta Robert Creeley, en “Ventana”, está ahí para enfatizar que el cuerpo
es mucho más que piel y huesos, puede ser lo que la mente disponga, lo que ella
desee.
En ese marco, el yo poético nunca pierde de vista al
otro, a lo que lo rodea; es consciente de su realidad y se aprehende a ella con
todas sus fuerzas, y duda y regresa y se convence. Y así se acerca a la muerte,
la acaricia o la reta, pero finalmente la reconoce, se reconoce para volver a
mutar.
Ante el sufrimiento se contrapone la importancia de la
convivencia, del amor, con esperanza, con el enfrentamiento contra la realidad
cruda. Por eso se dice:
Felicidad alcanzada por instantes
Con forma de un hombre de manos tibias
que retiene tus senos como pájaros blancos.
Junto a la felicidad, siempre fugaz, se encuentra la
incertidumbre, la duda, el no saber qué va a ocurrir, el estar siempre atento,
el reconocerse en esa inmensidad y saberse propia y distinta.
Aleyda Quevedo plasma la radiografía poética de un
cuerpo, de uno con nombre propio. En ese sentido, sus versos marcan una gran
dureza y una transparencia solo posibles desde la transición de la experiencia
al papel.
Desde la cadencia que significa la construcción de
esta antología, la elección de los poemas y el orden en que se presentan en
este libro, llegamos a los versos contenidos en Espacio vacío, en donde el yo
poético se percata de la aventura de vivir, pero desprendiéndose del
existencialismo o del discurso quejumbroso.
El yo poético de este libro es audaz, valiente, lúcido
y desafiante; se mueve en la realidad —que comprende también la ensoñación, la
fe y el encantamiento—pero, además, se crea desde la diáspora, desde la
penumbra, desde el inconmensurable espacio sin nombre, inestable, catastrófico
y a la vez tan hermoso.
La intuición y la catástrofe
como cosas transitorias
también se van de mí.
Lo transitorio nos abandona a cada paso, febrilmente,
pero la poesía queda, se agolpa silenciosa en confines desconocidos y permanece
allí: viva.
En Espacio vacío ya se evidencia la hilación
idiomática y versal que hay que tener para escribir poemas de poca extensión.
No es fácil, pues cada palabra se relaciona directamente con las otras y el
sentido, cual relámpago, recorre en unísono enclave la página.
La misma voz, la de la poeta, va entretejiendo su
identidad, con versos extensos o no, va dejándose en el papel, con una premura
y una calma que recuerda a sus antecesores más relevantes, a poetas devenidos
nada más y nada menos que en poetas, en esa labor del lenguaje y la vida; en
ese espacio vacío, en ese cuerpo en donde solo se puede resurgir o escapar
mediante la palabra.
Un espacio vacío en el que el amor se expande hasta
encontrarse en la naturaleza, vasta y amplia, del ser deseado. Naturaleza como
un cielo y como un detalle; de ahí que el yo poético retuerza su realidad, la
descoloque. Por eso, la poesía de Aleyda Quevedo logra singularizarse y
apropiarse de un espacio propio entre el gozo y la angustia, entre la
conciencia y el azar; en aquel lugar donde la maldad —ese ejercicio lúdico del
envés y la desproporción— también es deseable y hasta necesaria.
De regreso a la costumbre
voy hilvanando el vacío.
Sí, de regreso, desde la vuelta de un trayecto solo
posible gracias a una sensibilidad que permite traspasar la cotidianidad e
hilvanar ese lugar tan cálido e intrínseco. Y hacerlo desde la mimetización de
la razón y el sentimiento, desde la perspectiva de un lenguaje claro, fuerte y
sin trampas. Digo sin trampas porque lo políticamente correcto se ha atrevido a
caricaturizar la realidad limitándola al uso —cliché— de términos
representativos de las minorías, como si al hacerlo evidenciáramos una
identidad, que se forja, precisamente, en cada individuo. Así, Aleyda Quevedo
se vislumbra con un aporte de artista en todo el término de la palabra, con un
respeto y una rebeldía que marcan el cuerpo de sus poemas con tinta propia y
real, eternizando la poesía como ese resguardo ante la violencia cotidiana.
A lo largo de El cielo de mi cuerpo, su autora da
nombre y crea significados particulares para varias palabras: diamante, montaña,
mar, arena, tigre, entre otras, otorgándoles sentimientos, ubicándolas en un
filón de espacio y tiempo para que el lector las descubra. Dichas
palabras-símbolo encarnan la compleja maraña de conciencias del otro y el
mismo, de la dualidad como respuesta y pregunta, del sentirse extraña y
cercana. Sola, pero no con esa soledad abigarrada y estéril, no desde el
desencanto o el malditismo artificial; más bien desde la penumbra, en la cual
la luz y la oscuridad se alían en una danza oblicua y eterna.
Aleyda Quevedo se prolonga en su voz poética hasta
insondables universos. Lejos, muy lejos, de la eventualidad de una coyuntura
tan ficticia como su aparataje teórico. Entonces, estos versos lo dicen todo,
dicen de su voluntad de distanciarse en esa mirada sostenida y cautiva de sus
versos.
La infidelidad devastadora
que como un anuncio paraliza el corazón
es la del espíritu.
Que Aleyda Quevedo ha bebido de las fuentes de la
mejor poesía ecuatoriana y mundial, lo sabemos quienes la conocemos. Por ello,
es aún más meritoria su posición ante el mundo, al que se enfrenta con sus
mejores armas. Y desde un punto de unión con la materia y con el espíritu; este
último, al fin y al cabo, pertenece al cuerpo o lo consume. Porque se aleja de
la poesía de la anécdota y también de la erudita, porque cree fehacientemente
en el espíritu, en un Dios, en la posibilidad de una fe pero renuente de las
consideraciones dogmáticas o prejuiciosas. En una fe extendida y vívida, capaz
de crecer en terrenos lujuriosos, amorosos, corporales, tristes, dichosos,
emblemáticos o pasionales.
Señor, no me abandones en arenas
de almas en movimiento
soy tuya
camino descalza y pulcra en mitad del desierto
preparada para el goce o la muerte.
En Espacio vacío hay también leves reminiscencias a la
niñez, como el espacio faltante y de añoranza, más que con lamentación con
inmensas ganas de quedarse con el recuerdo entre las manos para volver a él
cuando el corazón lo permita. Y junto a ese anhelo, la evidencia de que es
necesario escapar de las leyes, reducirlas y entender que ellas no son todo;
que se vinculan a la opresión en el imaginario del escape y la huida.
Versos de extrema concentración, de absoluta
intensidad, realzando una visión de la realidad, es decir de la cultura, mucho
más abierta y plural. En esa tremenda constatación desembocan los poemas de
esta antología, en la evidencia de un mundo, en la certeza de que la poesía es
la única verdadera y posible de convertirse en hombre y mujer al mismo tiempo,
en un instante lírico armónico y en llamas.
Un lirismo tan profundo que logra colores y
sugerencias entre lo corpóreo, las cosas y una realidad por romperse. Entonces
el corazón, el humo y la belleza se unen irremediablemente, en una conjunción
evocativa y tangible.
Por ello, Espacio vacío, en la lógica diversa de lo
plural, incierto e inadvertido, está repleto de sentidos personales
transmutados en el tapiz de lo deseado.
Eso sí, entre la fatalidad lo que pervive es el amor,
como sentimiento grande. Un amor bravío, rebelde y dispuesto.
Después de los poemas de Espacio vacío, se colocan
varios poemas de los libros Cambio en los climas del corazón, La actitud del
fuego, Algunas rosas verdes y La otra, la misma de Dios, selección que
demuestra que Aleyda Quevedo desde siempre ha elaborado una gran obra; es
decir, se trata de una voz con un corpus amplísimo, pero con huellas
distintivas: el cuerpo, el amor y sus cimas y naufragios, sus temores y
victorias, la supremacía de la palabra por sobre la constante cotidiana.
Los iniciales son poemas breves pero expansivos y
sensoriales; la sensación prima recubriendo el ambiente desde una adherencia de
exposición y transformación del cuerpo. El cuerpo como creador de vida y
poesía, pero asimismo como objeto en el cual se plasman los versos en un ente
transgresor y en relación con otros cuerpos.
Un cuerpo que se nutre de sus antepasados, del miedo y
de las ilusiones, de la capacidad de ser otro y el mismo en una sucesión
compleja. Ese peso se resuelve en esta antología de manera notable y única; no
es un peso político ni inmovilizador; solo es la prueba de su radicalidad, el
plasmarlo en los versos con la legítima intención de abolirlo permanentemente,
a sabiendas de que es un trayecto imposible, o por lo menos arduo.
Las referencias a músicos y escritores dan cuenta de
una posición estética, de un escoger y preferir esas existencias geniales y
tormentosas. El poema “Bella como Dios” es una muestra, la hermosa Marilyn
Monroe de cuerpo entero; la bella y su posición drástica, dramática y,
paradójicamente, ingenua y tenue. Sirve este poema para sintetizar una mirada,
su constante ir y venir de la cultura, y la tensión del poema, su amalgama
contenida y en su contención explotando en un nuevo entendimiento asociativo.
Telúrica y salvaje es la contingencia resaltada en una
suerte de revelación, precisamente uno de los ejes de este poemario: revelar
para bifurcar lo dicho y también una parte de lo no dicho. Entonces aparece Modigliani,
su encanto, la capacidad tan suya de desnudar las almas; entre el exceso y el
detalle, en ese espacio invisible y relativo crece el poema, desamparado y tan
firme a la vez.
¿Cómo escribir poesía sin caer en el lugar común?,
¿cómo hacerlo con templanza y libertad?, ¿y desde ese lugar indefinido que solo
alberga al creador? En el poema titulado “Poesía”, la poeta nos da su
respuesta.
El secreto y la pérdida, la poesía revelada y oculta
en su lenguaje. Estos elementos le otorgan a la poesía de Aleyda Quevedo una
tradición y a la misma vez una diferencia marcada. Esta antología, desprovista
de ese chismerío tan fatuo de la extrapolación de ciertos eventos de la vida
del poeta —los más truculentos— en una suerte de diario para asombrar a los
incautos; esta antología —ajena al facilismo o a lo rimbombante como
pretextos—; esta antología pervivirá por la delicadeza y ferocidad —otro
acierto— de sus poemas: secretos, perdidos en su lucha, en el alma de quien
escribe.
La pasión como nervio motriz, como eje y emblema, y
siempre la mixtura entre dos, en teoría, opuestos. Dos que deberían repelerse,
que en cierta manera lo hacen, y dejan en sus márgenes el alimento para la
poesía. En la lluvia los cuerpos se encienden, por ejemplo; y todo está
supeditado, además, por el trajín en pareja; por dos que se enfrentan a otros
pares muchas veces desde el delirio, desde la ausencia, desde el anhelo y la
aprehensión.
Como dice la poeta Nara Mansur: “ese ser de muchas
cabezas que puede ser uno mismo”. Y de muchas sensibilidades, de caminos
abiertos, de “dones y puñales”, como dice un poema de este libro.
Desde el lenguaje, desde la construcción versal,
predomina una combinación de imágenes para mostrar la diversidad en lo íntimo;
la mirada posada en lo bello, que a la vez tiene rasgos de su contrario, que
hay que evidenciar aun con el peligro de perder.
Desde esa perspectiva, y pese a que el amor es uno de
los pilares de esta obra, no existe en ella el idealismo ni la ingenuidad,
tampoco el romanticismo pasivo; el amor cubriéndolo todo, pero mimetizado con
la realidad, en ella envuelta, sugerida y delirante.
Contradiciendo planteamientos a priori y hasta
filosóficos en relación a que el ser humano transcurre su vida buscando a su
otra mitad; en estos poemas se abarca el universo completamente, sin
renunciamientos ni desobligos, venciendo al tiempo y al espacio, venciéndose en
la palabra, liberándose desde las entrañas, que también son pensamiento; desde
la locura, que también es razón; desde la fuerza de lo frágil.
Soy otra
y todas las que amaste,
contenida en esta mujer.
Una en todas, todas en una, donde se desprende el
significado de la palabra; así, hay una soledad querida y otra impuesta; un
trayecto anhelado y otro involuntario y sorpresivo —la enfermedad, por ejemplo—
y un aspecto religioso —no dogmático ni cerrado— y vinculado a la fe como un
ritual imprescindible para vivir.
El cielo de mi cuerpo culmina con un cúmulo de poemas
de largo aliento, de preferencia erótica, y en los cuales el anhelo y la falta
se hacen mucho más evidentes. El yo poético atraviesa por una etapa de
incertidumbre condensada en un lamento del que ni la fe parece salvarlo. Eso
sí, la combinación de elementos opuestos, y el brindarles fluidez —ahora
emblemática de la desesperanza— continúan. Así:
Tengo una rosa y mucha sal.
O:
Presa en sus castigos
perdí toda la belleza
y lo simple se volvió caos y espinas.
La relación con Dios se convierte en un suplicio, en
el pedido por un porvenir con el fin de que regrese el ser amado, en poseer el
corazón tan deseado, en llenar el vacío tan angustiante y opresivo. Tanta es la
angustia que pide a Dios que la libere de ella misma, ya subvertido el anhelo.
Estos poemas son profundos, horadan en la herida más grande: la que no se ve
pero acompaña.
Pero al final ocurre la redención, el regreso que no
es rendición sino una especie de bendición trastocada por el barullo y la
trifulca de los sentidos y de lo que sentimos, en esa verbena diaria del
acontecer en un mundo que no se comprende sin una palabra, no para aliviarse; para
renacer a sabiendas de que más allá siempre — entre “suciedades y rezos”— está
la poesía.
La poesía.
2 comentarios:
que opinas sobre el poema condena, dame tu reseña
que opinas sobre el poema condena, dame tu reseña porfavor.
Publicar un comentario